Dicen que la penicilina y el champán fueron frutos de la casualidad; si esto fuera cierto la humanidad avanzaría gracias a sus propios errores, a ramificaciones imprevistas de caminos principales; así no sabremos nunca si estamos equivocados cuando nos equivocamos, es posible que todo apunte a su contrario; o sea, que al acertar uno se equivoca y al equivocarse uno está, por fin, acertando.
Si algo nos diferencia del resto de animales no es nuestra capacidad para crear herramientas (que ya criticó Lewis Mumford); es más bien la capacidad de incorporar el azar y la libertad a todo lo que fabricamos, de dejarnos fascinar por nuestras propias obras, dotándolas incluso de cierta independencia, de cierta vitalidad. Internet es, en este sentido, un caso paradigmático. Inicialmente ideado para el intercambio de información entre computadoras, la red se ha convertido en el principal medio de comunicación entre los hombres. Pero no es la información lo que se va multiplicando espectacularmente en las webs; son los comentarios.
Nos vamos dando cuenta de algo inquietante e incontrolable: la información no está en los titulares, ni siquiera en el cuerpo de la noticia; la información corre libre por los subterráneos de los comentarios, allá abajo, con letra minúscula, firmada por anónimos o desconocidos. La evolución natural de todo esto apunta a la desaparición del procedimiento tradicional en el que el informador es uno y el receptor de información es múltiple; vamos hacia un modelo en el que el informador será infinito y el receptor único.
En los comentarios ruge la polifonía del mundo; hay insultos, blasfemias, incorrecciones, malabarismos, genialidades; hay un montón de mensajes que tratan de descifrar la información. En esa interpretación de la interpretación de la realidad, de lo que pasa en el mundo, resuena la melodía del caos, que se va ordenando pacientemente siguiendo sus propios principios. Llegaremos a consultar páginas web habitadas únicamente por comentarios, como un muro interpuesto entre la vida y el usuario para que este deje ahí su pintada, su marca, su frase para los restos.
Llegados a este punto, en el que prima la opinión sobre los hechos, todo comentario alcanza la categoría de verdad, y toda verdad no es más que una cita bien traída o un insulto descerrajado sin piedad para que todos lo vean. Los comentarios iluminan lo que no está expuesto en el texto, dan una versión canalla del discurso, interfieren para desplazar la atención, o simplemente jalean al autor o le recriminan algún pecado gramatical; el comentarista es, a su modo, el tertuliano azaroso, de un instante, que ataca y desaparece, que apabulla con su procacidad y su desmedida cátedra.
Pensados en su día para algo quizá distinto del uso actual, o pensados simplemente como un complemento que añadiría valor (qué expresión tan absurda) a los blogs y los periódicos digitales, los comentarios van poco a poco y bajo un estrepitoso silencio ganándole la partida al resto de jueguecitos que nos ha regalado Internet; hay quien me confiesa, en repetidas ocasiones, pasar más tiempo leyendo comentarios que completando la lectura del artículo en cuestión.