Newtown, diciembre de 2012

Después de la matanza y a la vista de artículos como este, de Lorenzo Silva, me pregunto si la bomba atómica es buena, muy buena, regular, mala o muy mala, dependiendo de quien la use o quien la tenga. Me pregunto si la guillotina, el garrote vil y la silla eléctrica, son inventos neutros que sólo adquieren significado y moralidad cuando se usan. Podemos jugar a ser inocentes mientras fabricamos artefactos cargados de culpabilidad. La pistola, nos dice Silva, es inocente, pero cayó en las manos equivocadas. No ignoro que culpabilizar a los objetos puede ser la primera excusa para evitar la responsabilidad.

Nos dice la prensa, aquí, que la madre de Adam Lanza coleccionaba armas, y que además acostumbraba a salir con sus hijos para practicar el tiro.

La pistola cayó en las manos equivocadas, nos dice Silva.

Me pregunto si no fue el joven Adam el que cayó en las manos equivocadas.

Una pistola es, al fín y el cabo, un arma diseñada para matar, nace ya culpable, sin otra posibilidad que la de asumir su destino. A nadie debería extrañarle que una pistola se use para disparar.

Me pregunto qué grado de responsabilidad tiene una madre que enseña a disparar a sus hijos.

Me pregunto qué explicación hubiéramos recibido si, en lugar de Adam, hubiera perdido los nervios y el juicio su madre y hubiera sido ella la que hubiese descargado todas las balas. ¿Estaría el arsenal en ese caso también en las manos equivocadas? Me aterra pensar que haya personas capacitadas para empuñar un arma. Cualquiera puede perder el juicio en cualquier momento, certificados médicos incluidos.

Me pregunto qué ha pasado, qué está pasando cuando ya es imposible sostener discursos sencillos como este que trato de sostener: abolición inmediata de la industria armamentística. Me pregunto por qué pedir la desaparición de las armas es un posicionamiento naif, inocente, obvio, inalcanzable, hipócrita, etcétera.

Me pregunto qué clase de persona puede seguir al frente de la compañía Glock después de ver el fruto de los productos que fabrica.

El arma —no puede ser de otra forma— es una herramienta eficaz para acabar con la vida de otro. Si esa pistola no existiese no tendríamos que hacer complejas cábalas para desentrañar el recorrido que siguió desde la casa materna hasta el colegio. Adam Lazan es culpable, la sociedad en la que se ha criado no hizo más que arroparle con las herramientas adecuadas para explotar su ira. Pero la pistola no es inocente, recuerdo aquel texto de Borges, “El puñal”, que dice:

«En un cajón hay un puñal.

Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.

Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.

Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.

En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.

A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.»

De lo viejo

Cuando uno tiene algo que no funciona puede optar por dos opciones: tirarlo a la basura y comprar otro nuevo, o arreglarlo si cree que merece la pena. Pasa con los coches, los televisores, los ordenadores, los móviles, las lavadoras, pasa con todo el ejército de aparatos que nos observan impasibles mientras nos matamos o nos aburrimos, que al final tales actividades vienen a reproducir el mismo síntoma. Arreglar significa ser fiel al objeto y comprar significa ser fiel al consumo. Esta ontología de las cosas puede aplicarse también a los problemas a los que se enfrenta hoy la política.

Todos tenemos un amigo con síndrome de Diógenes y otro amigo con síndrome de Oniomanía. Ambos creen que el mundo se puede representar mediante todos los objetos que se fabrican (como el protagonista de la última novela de Houellebecq), pero uno cree en la utilidad de los objetos y otro cree en la utilidad de comprar objetos.

Con el Gobierno de una nación sucede exactamente lo mismo. Hay naciones que creen en lo que ya tienen y naciones que creen que deben siempre comprar cosas nuevas. Cuando algo no funciona, antes de tirarlo a la basura, conviene comprender qué le pasa y, sobre todo, conviene saber si tiene arreglo; acumular cosas inservibles es tan peligroso como tratar de sustituir siempre lo viejo por lo nuevo.

Ante la inoperatividad del Estado muchos creen que lo mejor es aspirar a su desaparición. Bajo este axioma se ataca todo lo que represente una acumulación desmedida de cosas anquilosadas y aparentemente disfuncionales. Se poda, como en un tratamiento de quimioterapia, las células cancerígenas y sus aledaños. Sanidad, educación y justicia, son las carteras más representativas de este proceso: no se trata de hacer que lo que no funciona funcione de forma óptima, se trata de acabar con ello o, al menos, se trata de hacer que lo que antes funcionaba con una gestión exclusivamente pública, pase a manos privadas. Es decir, ir poco a poco desentendiéndose de todo eso, ir poco a poco tirando a la basura las cosas viejas.

Las medidas de los tres ministerios antes citados no apuntan a un ahorro real a medio-largo plazo, apuntan, al contrario, a una fastuosa renovación, a un anhelo de novedad, compulsivo, opíparo, imparable. Antes de arreglar el viejo coche, mucho mejor que el vecino alemán vea cómo nos hemos comprado uno nuevo. Mercedes, claro.

Entiendo que es mucho más fácil eliminar lo público que atacar sus males, porque reformar la administración pública pasa por educar al ciudadano para que la respete tanto como se respeta una empresa privada. Si es verdad que sobran recursos (humanos) debería ser el trabajador el primero en denunciarse a sí mismo: oiga, que estoy aquí sin hacer nada, viendo pasar las horas, y me están pagando con un dinero que es de todos. La reforma del sistema no pasa por su eliminación, pasa por un ejercicio de honestidad a todos los niveles. Hacer que las cosas viejas funcionen debería ser la prioridad no sólo del Gobierno, también de cada uno de nosotros.

Educación para la ciudadanía

Hay algo sospechoso en todo esto, algo insoportablemente desconcertante: el lenguaje. La derecha denunciando el totalitarismo. La derecha proponiendo sistemas sostenibles. La derecha hablando de libertad, obsesivamente, con entrega, con vehemencia. La derecha erigida como llama frente a la oscuridad de la represión. En este país la tradición de la derecha ha sido siempre todo lo contrario a lo que hoy escuchamos por boca de sus dirigentes, y así, la reforma del sistema sanitario nace con el siguiente nombre: “Ley de sostenibilidad del sistema nacional de salud”. Hace muy poquitos años, todo lo que sonaba a sostenible producía un murmullo entre las bancadas de los populares, hoy produce un sonoro aplauso. La reforma educativa viene a explicar muy bien todo este desconcierto, que está dirigido por una ideología pacata, costumbrista y decimonónica, esto es, la derecha fáctica que siempre ha campado por la Península.

En el Real Decreto 1631/2006, que aprobaba la LOE, podemos leer esto en relación a la asignatura de Educación para la ciudadanía (copio de la Wikipedia):

«La Educación para la Ciudadanía tiene como objetivo favorecer el desarrollo de personas libres e íntegras a través de la consolidación de la autoestima, la dignidad personal, la libertad y la responsabilidad y la formación de futuros ciudadanos con criterio propio, respetuosos, participativos y solidarios, que conozcan sus derechos, asuman sus deberes y desarrollen hábitos cívicos para que puedan ejercer la ciudadanía de forma eficaz y responsable.»

La Iglesia católica dijo en su día que esta asignatura desprendía un fuerte “totalitarismo”. Imagino que los representantes de la Iglesia saben muy bien en qué consiste ser totalitario a tenor de la historia que atesora su institución. La Iglesia da ahora clases de antitotalitarismo, es decir, de tolerancia; una tolerancia que sólo ejerce para con sus acólitos, bien casados, de dos en dos, procreadores y beatos. Uno de los grandes lastres de la derecha española ha sido siempre la injerencia de la religión en los asuntos del Estado. Pero, volviendo al discurso inicial, encontramos que el lenguaje de la derecha no es incorrecto, no comete ninguna falta, el problema es que han abierto una brecha entre significado y significante, el problema es que modifican el diccionario para que las palabras digan lo que ellos quieren. El texto copiado más arriba puede tacharse de inocente, vacuo,  naif, obvio o irrelevante, pero ¿totalitario? ¿adoctrinador? El ministro Wert elide en su reforma la homofobia y las desigualdades sociales y económicas (ver de nuevo la Wikipedia y este artículo de EL PAIS), denuncia el nacionalismo excluyente y engrandece la economía de ámbito privado como motor de generación de riqueza, entre otras cosas. ¿Cree Wert realmente que su asignatura “Educación cívica y constitucional” carece de elementos doctrinarios? ¿No es la economía de libre mercado una doctrina? ¿Había en la antigua “Educación para  la ciudadanía” alguna referencia a algún sistema económico? Fantasmas. El ministro Wert persigue fantasmas.

Todo esto es muy sospechoso, porque yo, como ciudadano, me pregunto si es Wert entonces la persona que va a limpiar de partidismo, doctrina y totalitarismo, el plan de estudios de mis hijos; me pregunto si han sido entonces los ocho años de gobierno del PSOE una pantomima que ahora el PP va a arreglar mediante palabras que dicen lo contrario de lo que pretenden.

Gerardo Díaz Ferrán

Vamos entendiendo de qué hablan los liberales cuando hablan de libertad. Díaz Ferrán, el defensor de lo privado, el exrepresentante de los empresarios de este extraño país, pasa la noche en algún calabozo de la capital mientras nos vamos enterando de las cantidades de dinero que escondía en su casa o en la casa de algún amigo, o en la casa de algún pariente. Para Díaz Ferrán el ideal consiste o consistía (los tiempos verbales empiezan a confundirse cuando uno está en la cárcel) en la desaparición paulatina del Estado y lo público. Se entiende que alguien que estafa al resto (no otra cosa es el fraude fiscal) pretenda que los mecanismos que el Estado utiliza para garantizar que se cumpla la ley desaparezcan. A Díaz Ferrán no le gustaban las cosas públicas, ahora todo se entiende mucho mejor. Cuando tienes millones de euros en billetes no declarados lo mejor que te puede pasar es que las fronteras desaparezcan, que desaparezca la hacienda pública y que desaparezcan todos los inspectores. Esta lección que nos da el empresario viene muy al caso mientras se privatiza en la Comunidad de Madrid la Sanidad o la gestión de la Sanidad, o ciertos hospitales, o ciertos centros de salud, o lo que quiera que se vaya a privatizar de aquí a fin de año. La gestión privada es tan peligrosa como la gestión pública. Pero no la pagamos todos, dirán algunos: ese es el problema, que la gestión privada de la sanidad madrileña la seguiremos pagando tú y yo, que somos unos pringaos y no tenemos seguros médicos privados.

El que crea que los ricos no roban puede ir repensando sus principios. Díaz Ferrán es igual de peligroso, o más, que el Lute. Al menos Eleuterio no dejó de pagar sueldos aduciendo la falta de liquidez. Que un tipo que ha representado a los empresarios pueda acabar en la cárcel nos da una idea de qué clase de personas dirigen el cotarro. Llevamos acusando desde hace un año (sí, este blog ha pasado ya del añito de vida: felicidades) la incompetencia de los que ordenan. No es una cuestión ideológica, es una cuestión de competencia, y de ética no ya profesional, sino personal. Díaz Ferrán ejemplifica la insoportable insaciabilidad del ser. Nada es suficiente.

Mientras el personal de la cosa sanitaria pasa noches encerrado en los centros de salud como protesta contra la privatización que viene, mientras los trabajadores de telemadrid funden a negro la emisión de la cadena autonómica, mientras el número de parados no conoce techo, mientras las pensiones de los jubilados quedan congeladas miserablemente, mientras el país —en fin— va quedando reducido a un montón de migas, un tipo esconde su botín fuera de las garras del Estado. Debemos dar las gracias a Díaz Ferrán: el país marcha como marcha por personas como él. La corrupción no es una enfermedad del ámbito político, es una cuestión personal; todos estamos en mayor o menor medida expuestos a la posibilidad de una corrupción, la cuestión es saber cuál es el precio; me encanta volver a recordar que, según la escuela liberal de economía, algo cuesta lo que alguien esté dispuesto a pagar, ley de la oferta y la demanda.

Que todo el mundo tenga clara una cosa: Díaz Ferrán no ha estafado al fisco o al Estado o al Gobierno, Díaz Ferrán te ha estafado a ti, a mí, a todos los que cumplimos con puntualidad en los pagos, en los horarios, en el aburrimiento de la oficina. El fraude fiscal consiste en burlarte de tu vecino antes o después de pedirle un poco de sal.