De jornadas laborales y Sorayas

La jornada laboral dura ocho horas (habitualmente). ¿En base a qué se ha determinado este horario? Lo ignoro. Si sumamos a estas ocho horas una más para comer y otra en desplazamientos obtenemos un total de diez horas. El día tiene veinticuatro, pongamos que la media de la población desarrollada consume diez horas como mínimo en el trabajo y sus aledaños. Quedan catorce. Si usamos (en el mejor de los casos) ocho horas para dormir, nos quedan seis. Seis horas para usarlas como a uno le venga en gana. Seis, en el mejor de los casos o en el caso ―digamos― estándar. Seis. No estoy hablando de un científico ni de un artista. Estoy hablando del conglomerado común, de lo que todos entendemos por gente corriente, personas que trabajan porque creen que no les queda más remedio.

Hay incluso personas que con esas seis horas han tenido el atrevimiento de tener hijos. Este es el modelo que en las democracias occidentales está más extendido. Tener hijos para dedicarles seis horas. Si el niño se duerme una hora antes que los padres, en realidad hablamos de cinco, si durante esas cinco horas hay que organizar la logística del piso posiblemente hablemos de cuatro. Cuatro horas, de las cuales dos o a lo sumo tres, podemos dejar al niño hacer lo que quiera. Resumen: para los papás seis, para los niños tres; tres en ambos casos. Enfrentémonos a la verdad sin ambages: disponemos de tres horas para vivir. Ahora viene lo gracioso: todos somos conscientes de esto, pero a todos nos parece bien. Aceptamos el precio. El modelo de familia cristiana del franquismo ha dado en este modelo adaptado milimétricamente a la producción de … ¿de qué? A la producción de nada, más bien al mantenimiento de un status quo. Hay guarderías para los niños y bares para los que no tienen niños. La organización social se ha ordenado para desprestigiar el ocio y hacerlo clandestino. El ocio no es lo importante, lo importante es el trabajo. En la industria del entretenimiento cabe una guardería y una productora de cine pornográfico. Mantener a los niños apartados de sus padres para que estos últimos trabajen forma parte de las reglas del juego. Los niños no tienen que molestar, también hay manuales que nos enseñan a mantener sujeto al niño, a que el niño duerma para que el padre llegue fresco al trabajo. El niño, desde que nace, es un obstáculo necesario que hay que ir puliendo, para que de obstáculo pase a pieza funcional. Si llora, si es inquieto, si no obedece, es una pieza defectuosa. Tenemos poco tiempo y hay que invertirlo en conseguir más. El niño tiene que cuadrar cuanto antes en la esquizofrenia de los horarios.

Creo que Soraya Saenz de Santamaría ha dicho hace poco en una entrevista algo así como que el derecho de la baja por maternidad no es o no debe ser una obligación. Estoy con ella, querer a tus hijos no es una obligación, tenerlos tampoco. Es mejor tenerlos y que los críen otros, o tenerlos y que los quieran otros, en cualquier caso, si Soraya lee este artículo (que lo dudo mucho) la recomiendo que lea «Tenemos que hablar de Kevin» (Lionel Shriver), novelón que explica cómo educar a un asesino y cómo es siempre mucho mejor tener dinero para que otros se encarguen de nuestras responsabilidades.

Europa

Las ruinas nos escupen desde su paciencia una lección vital: por mucho que nos empeñemos, el edificio de la historia terminará por derrumbarse. Nunca nos hubiera dado por equiparar nuestra onerosa hipoteca con las ruinas de Termancia; sin embargo, ¿alguien ha pensado mientras paga las letras que su piso sobrevivirá doscientos años, acaso cien?

Participamos del espectáculo económico sin mirar más allá del mes vencido. Por si alguien no lo sabe aún, o no lo ha pensado: su fabuloso piso, su chalet adosado con vistas, su ático hipermoderno, su estudio de cincuenta metros, todo, todito acabará desapareciendo antes o después, la herencia que dejamos a nuestros hijos también se evaporará. Me pregunto dónde están los potentados de la antigua Grecia, dónde las grandes fortunas. Marco Aurelio lo escribió hace la friolera de mil novecientos años: «Mira detrás de ti el abismo de la eternidad y delante de ti otro infinito». Teniendo este panorama siempre presente deberíamos sonreír cuando hablamos de Europa.

El euro se hunde, Europa se hunde, Merkel y Sarkozy rebautizan la moneda única, el BCE pinta más dinero (nunca he comprendido la diferencia entre dinero falso y legítimo, toda vez que el patrón oro ha desaparecido), Inglaterra se desentiende, ooooooh.

Nos creemos muy importantes por vivir en la era de Internet, la globalización y demás, pero nos aguarda el mismo destino infinito que les esperó a todos los hombres que nos precedieron. Europa también desaparecerá dejando los ibooks de historia plagados de fotografías desconcertantes.

Toda esta retahíla nihilista debería servirnos para mirar con otros ojos a nuestro viejo continente, no tratamos aquí de hacer apología del pesimismo, no; tratamos de contraatacar.  Europa ha tenido siempre un problema: demasiadas fronteras en un espacio geográfico reducido, por esta razón hemos venido dándonos de hostias hasta los años cuarenta del siglo pasado; la Europa que conocemos hoy no tiene nada que ver con la Europa que conocieron nuestros padres, a ellos les asustaba la posibilidad constante de la guerra, a nosotros tratan de atemorizarnos con la posibilidad de la recesión.

Si dejamos a un lado la región de los Balcanes, Europa no ha conocido en toda su historia un período de tiempo sin conflictos armados tan prolongado como el que vivimos hoy, la unión europea ha servido para pacificar la región, el euro ―sin embargo― parece que puede volver a violentarla.

Nos hablan de posible catástrofe y miro las ruinas del imperio romano con fascinado desdén: ellos también se pensaron como centro del universo. Pensar a lo grande es la mejor manera de postergar los asuntos mundanos e inmediatos; ocupémonos de nuestro barrio, cuando la recesión, como un fantasma cansado y repetitivo, recorra Europa, solo nos quedará cobijarnos en nuestros asuntos banales, el día a día de nuestra calle, el sueño perpetuo de los héroes anónimos.

Islandia mon amour

La sobrecarga de información nos hace mirar siempre para otro lado, y nos hace preguntarnos qué pasa cuando no pasa nada, o qué pasa cuando pasa algo importante y no aparece en los papeles. Sospechamos con asiduidad que hay algo que no nos cuentan, algo, como por ejemplo, Islandia.

En Islandia hace mucho frío y además tienen una cantante (Bjork) que grita mucho, además conocemos por el National Geographic sus volcanes y la apabullante colección de postales en las que nunca sale nadie. Islandia parece un islote a la deriva del tiempo que navega anárquico y solitario por entre las brumas de la crisis. La crisis, ese estado del alma. En Islandia hay, además, islandeses, son gente como tú y como yo. Islandia mon amour.

Empezaoms a estar un poco hartitos de la monogamia que vienen disfrutando los medios de comunicación y la crisis: son tal para cual. El periodismo había disfrutado por temporadas de una sana promiscuidad, de un no casarse con nadie, la edad dandy de los plumillas, pero parece que el reportero se nos hizo mayor y ha perdido la imaginación por culpa del dinero. ¿Y qué hay de Islandia, mon amour?

Nada.

Resulta inquietante que un país que ocupó las portadas de medio mundo, durante gran parte del dos mil ocho, haya quedado relegado al purgatorio del olvido tan pronto; también resulta inquietante no saber qué pasa cuando caducan los titulares y el sensacionalismo de la primera sensación se desvanece con calculada indiferencia. Katrina, Haití, Japón: ninguna desgracia hace muesca en el revólver de la vida. Estamos expectantes sin esperar nada, nos han educado para vivir en un constante estado de expectación y así todo desenlace decepciona, sólo nos impresiona el primer titular.

A todos nos asombró que una nación moderna, fría y educada, declarara su bancarrota. Siempre hemos pensado que la modernidad paga sus facturas con delicadeza, y nunca sospecharíamos que un gentleman no lleva suelto para café o tabaco. Islandia nos ha enseñado que puede parecer uno millonario estando en la ruina. En el mundo de las apariencias Islandia es la metáfora del hombre hipermoderno, el que está más allá de la modernidad y se maneja a la perfección pareciendo ser lo que no es. Esta es la primera lección, la segunda es mucho más displicente y directa: podemos decir no de vez en cuando; en Islandia se han negado a pagar la deuda.

No haremos aquí un análisis pormenorizado de las causas y azares que han llevado a los islandeses a su sepuku económico (opinar consiste en esgrimir la espada de la ignorancia para batir a la erudición, opinar es atreverse con todo a condición de no saber de nada), nos interesa ―como no podía ser de otra forma― la cacerolada, nos interesa saber qué pasa cuando la escombrera de la historia tira por caminos adyacentes. Sabemos que Islandia tiene que pagar una cantidad indecente de dinero gracias a las bondades de algunos políticos y algunos financieros, y sabemos que la maquinaria de la justicia islandesa está tratando de sentar en el banquillo de los acusados a ciertos responsables. Lo que nos gustaría saber es qué pasa cuando una nación se niega a pagar lo que debe, qué pasa si, en lugar de ver cómo se hunde el barco, los pasajeros toman el control del navío. Nos gustaría saber algo más a parte del apocalipsis que se dibuja cada día en las líneas puntiagudas de la bolsa. Eso es todo.

¿Puedo saludar?: A Luis B, que me regaló esta idea.

La Internet

La Internet nos ha llevado a casa el porno y las revoluciones otomanas; también Clinton nos enseñó que sobre la misma mesa se puede despachar una declaración de guerra y una becaria en flor. Que el mismo artefacto se utilice para funciones insospechadamente antagónicas nos debería llevar a cuestionar la naturaleza del artefacto. Debemos estudiar la anatomía del despacho Oval y la transparencia abrasadora de Internet.

Creíamos que con la Intenet todos íbamos a ser más listos y lo que está sucediendo es que estamos cada vez más desconcertados, o aunque nos asuste decirlo: estamos igual de aburridos. No hay que tenerle miedo al aburrimiento, no todas las generaciones tienen una guerra que contar. Nos gustaría hacer nuestra propia guerra, pero los dinosaurios de la transición no nos dejan: así que tenemos Internet para jugar y para simular revoluciones.

Internet es el último juguete que nos construyó papá para que no le molestáramos. La  generación anterior ha estado muy ocupada tratando de que no la molesten, mientras la historia le ha pintado el rostro sanguíneo y rubicundo de la decepción.

Todas las generaciones han tenido su juguete moderno, críptico y necesario, que las explica y explica su tiempo; así tenemos que la gran batalla, el gran reto del hombre, no es otro más que el aburrimiento, aprendemos a luchar contra el aburrimiento mucho antes que a construir la vaga certeza del yo, de tal modo que nadie sabe quién es ni dónde está, pero sabe que la espada de Damocles del aburrimiento puede partir en dos su felicidad.

La tecnología ha dado en una épica que es la lucha del hombre contra sus propios inventos, y todo avance técnico no es más que un intento de prolongar las percepciones humanas (M McLuhan). Así, Internet se ha terminado por configurar como la conciencia sinérgica del mundo, la puesta en escena de lo que Jung llamó la conciencia colectiva. Todo parece que está en Internet, expositor de lo más aberrante, lo más frívolo, lo más interesante, lo más especializado, lo más.

Lo que pasa con los inventos es que confrontan derecho y privilegio en una dialéctica asombrosa: creemos tener un derecho cuando se nos entrega un pesado privilegio. El agua, la luz, el gas, no son un derecho, son un privilegio. En puridad solo tenemos derecho a hipotecarnos para que suba el Euribor y nos joda las vacaciones. Si hacemos una revisión honesta de todos nuestros derechos acabaremos por descubrir que atesoramos más deudas que beneficios en el balance del contrato social. A la mierda con Rousseau. Volvamos a la Internet.

Baudrillard nos explicó ―sirviéndose de Borges― que la representación superó a la realidad, y que vivimos por lo tanto, en el tiempo de los simulacros. Es mucho mejor parecer que ser; parecer no comporta ningún peligro, para ser hace falta compromiso. En Internet todo es inofensivo porque todo es falso, todo es un simulacro, todo es virtual. Mientras que Hamlet se debatía entre ser o no ser, a nosotros se nos ha entregado la deliciosa disyuntiva de fabricarnos una personalidad falsa en facebook o en Twitter: parecer o no parecer, esa es la cuestión.

Tengo que decir, para que no me acusen de anacrónico o reaccionario, que hay algo fascinante y en verdad revolucionario en todo esto de la Internet: por primera vez el flujo de la información es gratuito y está sujeto únicamente al capricho de los usuarios ―no estoy hablando de bajarse la última película de Spilberg― con todos los daños colaterales que esto pueda causar. Dentro de esos daños, existe, en la teoría de la información, un concepto capital: la sobrecarga de información, que provoca en el receptor una parálisis a la hora de tomar una decisión. La sobreabundancia de datos paraliza, abruma, desanima. Esta eclosión nos empuja a buscar la verdad o lo real allí donde siempre estuvo: en nosotros mismos.