Karl Polanyi, la gran transformación

Resulta conmovedor que las entradas de la Wikipedia dedicadas a personas más o menos importantes, más o menos famosas, más o menos interesantes, más o menos egregias, más o menos aburridas, empiecen explicando quiénes fueron el padre y la madre del biografiado, como si nos contaran un relato de ficción, o como si fuera absolutamente necesario saber que la madre de Karl Polanyi se llamó Cecile Wohl; no queremos saber cómo se llamaba su madre, queremos saber quién es el tipo que se atrevió a negar la naturaleza económica de la especie. Llevar la contraria es nuestro deporte favorito, os presento a uno de sus campeones mundiales: Karl Polanyi.

Que nos hayan hipnotizado desde el siglo XIX con el siguiente dogma: el hombre, por naturaleza, tiende al intercambio económico, es una ilusión de la que trata de despertarnos Karl Polanyi con su monumental obra “La gran transformación”.

El mercantilismo trata de legitimarse eliminando cualquier interpretación del hecho económico que no se circunscriba a las leyes del mercado, y para ello, primero traza un punto de partida: todo empezó con el trueque, el trueque es el antecedente del mercado; como el trueque es un asunto natural, el mercado (o la economía de mercado) es la mejor solución a los quebraderos de cabeza económicos porque… es natural. Cuando algo es así, natural, no podemos negarnos a seguir a pies juntillas su supuesta verdad. Las cosas naturales, las cosas impuestas per se, son duras, armónicas, eternas en su ciclo creación-destrucción; las cosas naturales no pueden cuestionarse. Antes intercambiábamos cosas, ahora intercambiamos valores, todo bajo la misma naturalidad, todo respondiendo a un principio de evolución. Meterle mano al flujo natural de los valores solo puede entonces crear distorsiones artificiales, porque el mercado, amigos, se autorregula.

Karl Polanyi dinamita esta tesis, y para ello lo primero que hace es negar la supremacía del trueque, el trueque no es para el austriaco la forma primitiva y dominante de las economías antiguas, y no es ni mucho menos una forma natural de intercambio. Para Polanyi, y para otros famosos antropólogos, (des)cifrar el mundo consiste en meter la lupa de la historia en la tribu, de tal modo que entendemos al hombre actual interpretando al hombre de Neandertal. La economía, según nos explica Polanyi, en las sociedades tribales estaba regida por complejísimos juegos mágicos donde la reciprocidad, y no el trueque, era la piedra angular del intercambio económico:

«si bien las comunidades humanas no parecen haberse abstenido nunca del comercio exterior, este comercio no suponía necesariamente la existencia de mercados. En sus orígenes, el comercio exterior está más próximo a la aventura, a la exploración, la caza, la piratería y la guerra, que al trueque. Este comercio puede, por tanto, no implicar ni la paz ni la bilateralidad, y, aun en ese caso, se organiza habitualmente en función del principio de reciprocidad y no en función del trueque.»

Entendemos que Polanyi no aparezca en los planes de estudio del ministerio y sí aparezca, por el contrario, Adam Smith y su sentido mercantilista del hombre, no en vano la Wikipedia nos escupe esta cita del inglés (en la entrada correspondiente al concepto ”homo economicus”): «No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés». Ya no hay duda de hacia dónde hemos estado dirigidos desde que nos sentaron en las aulas tristes de la infancia.

Polanyi establece una lucha: la lucha del hombre por encontrar la paz. Polanyi encuentra tres herramientas que durante el siglo XIX aseguraron la paz: el equilibrio entre potencias, el patrón-oro y el Estado Liberal. Polanyi utiliza el siglo XIX porque durante ese período de tiempo se produjo lo que se ha dado en llamar “la paz de los cien años”; todos sabemos lo que vino después.

Lo sorprendente del asunto es la fecha en la que se publica “La gran transformación”: 1944, en plena Segunda guerra mundial.

El mercado es pues el Tótem. Partir de un Tótem supone partir de un símbolo, nunca de una realidad; podemos afirmar, desde el prisma de Polanyi, que nuestra sociedad actual está erigida sobre cimientos mal interpretados. No es ya cuestión de saber si el sistema es o no el adecuado, la cuestión es saber sobre qué juego de legitimidades se arropa a la libertad de mercado con la licencia de única posibilidad.

Polanyi en estado puro:

«Permitir que el mecanismo del mercado dirija por su propia cuenta y decida la suerte de los seres humanos y de su medio natural, e incluso que de hecho decida acerca del nivel y de la utilización del poder adquisitivo, conduce necesariamente a la destrucción de la sociedad»

Y más:

«El carácter extraordinariamente artificial de la economía de mercado reside en el hecho de que el propio proceso de producción está organizado bajo la forma de compra y venta»

El malestar en la cultura, Sigmund Freud

Empezamos a sospechar que la medida de un autor no nos la da su obra, nos la da lo que su obra genera. El malestar en la cultura, de Freud, es un libro de unas cien páginas. Su contenido dice mucho más que su fisicidad. Lo posmoderno consiste en lograr escribir cuatrocientas páginas en torno a un libro de cien (páginas); es decir, importa mucho más las direcciones que proyecta la obra que la propia obra. Ya no nos interesa el Quijote, nos interesa que algún filólogo alumbre una teoría rompedora sobre la homosexualidad del hidalgo loco. Leeremos antes al Quijote travestido que al Quijote original. El signo de la posmodernidad consiste en estar de vuelta de todo. ¿Has dicho el Quijote? No hombre no, se trata del Quijote homosexual. Luego descubrimos que bajo la panoplia de lo posmoderno sólo hay una certeza: la ignorancia: no hemos leído el Quijote, hemos leído su interpretación.

El mando a distancia de la cultura sirve para pasar de canal a canal sin enterarse uno de nada. Hoy, gracias a la Wikipedia, podemos decir: El tema principal de “el malestar en la cultura” es el irremediable antagonismo existente entre las exigencias pulsionales y las restricciones impuestas por la cultura. Así nos ahorramos el tiempo que se tarda en leer cien páginas y podemos perfumarnos de enteraos; ojo, que yo leo a Freud (en la Wikipedia).

Leer la interpretación de algo comporta dos saltos cualitativos. Uno: me ahorro la lectura del original. Dos: me ahorro la interpretación que yo pueda hacer de la obra (que el mando a distancia de la intelectualidad interprete por mí).

Freud nos dice que todos somos culpables.

La cuestión es la siguiente: si no leo la obra ni la interpreto, ¿cuál es mi rol en este juego? Ninguno, el juego consiste en conseguir que: uno, no leas la obra; y dos: no te interrogues en soledad qué ha querido decirte (la obra a ti, lector).

Freud nos dice que la vida es una búsqueda de la felicidad.

El juego consiste en que  pases más horas delante de la pantalla que delante de un libro.

Freud nos dice que somos unos hijos de la grandísima puta, unos perros de presa; agresividad, instintos, supervivencia, «amarás al prójimo como a ti mismo». El problema es que no nos amamos a nosotros mismos. La ley es una trampa; eso dice Freud.

Pongamos las cartas sobre la mesa: lo que deseamos es que todo sea mucho más fácil, que no nos tengamos que mover, que todo se orqueste bajo la presión minimalista de un botón: le doy aquí y, voila, se enciende la luz. No amigos, para que yo haya llegado a apretar el botón de la luz han tenido que electrocutarse antes unos cuantos millones de electricistas. En Internet todo está expuesto pero no está explicado.

Freud nos dice que lo que queremos es follar: cuanto más, mejor.

La era posmoderna se acaba. Vamos a tener que volver al principio, vamos a tener que leer originales, vamos a tener que pensar por nosotros mismos. Dicen que Freud está pasado de moda, yo creo que el malestar en la cultura explica a la perfección no sólo este momento, sino la naturaleza que nos va llevando de la mano desde que salimos de las cavernas.

Ahora tienes dos opciones: leer los resúmenes de la Wikipedia o adentrarte en la obra de un genio, un tipo que se paró a pensar qué sucede cuando apretamos el botoncito y, algo mucho más elemental, por qué apretamos ese y no otro.

El malestar en la cultura.

Crédito a muerte, Anselm Jappe

Una crisis es una oportunidad para comprender cómo funciona todo. Gracias a la crisis nos estamos volviendo unos humildes expertos en economía; de la misma manera que solo nos preocupamos por nuestro estómago cuando nos duele, a nadie le interesa saber qué es el déficit presupuestario hasta que la prensa lo nombra con insistencia. La prensa es el dolor puntual que viene a sacarnos del ensimismamiento.

Cuando se nos corta el agua empezamos a preguntarnos cómo diablos funciona el invento, cómo se han de poner las tuberías, quién tiene que venir a arreglar la instalación, etcétera. Somos esencialmente vagos, ignorantes y buenos; confiamos en que alguien solucionará el problema. Si llamo a un fontanero y dos, tres días después de su intervención, el grifo deja de funcionar de nuevo y el tipo que vino a casa ya no coge el teléfono, llamo a otro. Lo primero que dice este segundo fontanero es: ¿quién le ha hecho esto? Creo que la respuesta más honesta a esta pregunta debería ser: y a usted, ¿qué le importa? Quiero tener agua, no quiero, de momento, saber por qué o por quién, no tengo agua.

Sin embargo, una crisis económica no responde a este principio de ansiedad. Una crisis económica es una pausa, una suspensión de las expectativas, un estado de perplejidad. Nos repiten que una crisis es también el momento de las oportunidades, pero yo solo veo en este planteamiento un nuevo impulso para reflotar el sistema.

Empezamos a sospechar que poner un euro o dejar de ponerlo, para pagar una receta médica, no es la solución. Empezamos a sospechar que no hay que poner la atención en el debate predominante. El problema no es la financiación, el problema es el dinero; el problema no es la reforma laboral o el paro, el problema es la naturaleza del trabajo; el problema no está en las bolsas, el problema está en las relaciones precio-valor, en lo que Marx llamó el fetichismo de la mercancía. El problema, en fin, está oculto bajo toda la montaña de información, tan enterrado que sacarlo a la luz es inútil y descubriríamos algo insultantemente obvio.

Ando estos días leyendo un libro fascinante y apocalíptico: Crédito a muerte, del filósofo alemán Anselm Jappe, editado por pepitas de calabaza. La lectura me está confundiendo y ubicando (si el oxímoron es tolerable, como dijo Borges) en la misma medida. Hay algo perturbador en el hecho de leer un libro que te está diciendo que el dinero que utilizaste para comprarlo es un dinero maldito; como leer un crimen del que tú eres el culpable. Os dejo unas cuantas perlas del libro:

«Desgraciadamente, la agravación general de las condiciones de vida en el capitalismo no hace a los sujetos más aptos para derribarlo, sino cada vez menos, porque la totalización de la forma-mercancía engendra cada vez más sujetos totalmente idénticos al sistema que los contiene. E incluso cuando éstos revelan una insatisfacción que va más allá del hecho de declararse desfavorecidos, son incapaces de encontrar en ellos mismos los recursos necesarios para una vida diferente o, sencillamente, para tener ideas diferentes, pues no han conocido jamás nada distinto. En lugar de preguntarnos, como hacen los ecologistas, ¿qué mundo dejaremos a nuestros hijos?, deberíamos preguntarnos, como bien dijo Jaime Semprún: ¿a qué hijos dejaremos este mundo?»

«[…] En una sociedad en la que los individuos viven exclusivamente para lograr venderse y ser aceptados por el dios mercado, y en la que todo contenido vital posible es sacrificado a las leyes de la economía, se desencadena una verdadera «pulsión de muerte», que pone al desnudo la nada que yace en el fondo de un sistema cuyo único fin confeso es la acumulación de capital.»

«[…] resulta de lo más inútil discutir con gente que todavía quiere votar.»

«Las únicas propuestas «realistas» —en el sentido de que podrían desviar de forma efectiva el curso de las cosas— son del tipo: abolición inmediata, a partir de mañana, de toda la televisión.»

«Es mucho menos probable que veamos surgir una revuelta popular contra un «proyecto de desarrollo» que provocase la tala de un bosque que contra un bróker que acaso haya robado un euro a cada ciudadano. ¿Y si la envidia la crea este odio? ¿Si fuese simplemente el deseo de ser como ellos?»

«El asunto está claro: la crisis es la ocasión para una mejora del capitalismo, no para una ruptura con él.»

«[…] el capitalismo gira en torno a la producción de valor y no de productos en cuanto valores de uso […]»

«Todo el mundo piensa que tiene demasiado poco dinero.»

«[…]Por eso resulta tan difícil reaccionar ante esta crisis u organizarse para hacerle frente: porque no se trata de ellos contra nosotros. Habría que combatir contra el «sujeto automático» del capital, que habita igualmente en cada uno de nosotros, y, en consecuencia, contra una parte de nuestras costumbres […]»

«No será el armamento el que sufra reducciones, sino los gastos sanitarios.»

«[…]Este populismo acabará fácilmente en la caza de los «enemigos del pueblo», por abajo (inmigrantes) y por arriba (especuladores), evitando toda crítica dirigida contra las auténticas bases del capitalismo, que, bien al contrario, aparecen como la civilización que se ha de salvaguardar: el trabajo, el dinero, la mercancía, el capital, el Estado […]»

«[…] la reducción de la creación de valor en el mundo entero implica el hecho de que, por primera vez, existen —y en todos lados— poblaciones en exceso, superfluas, que ni siquiera sirven para ser explotadas. Desde el punto de vista de la valorización del valor, es la humanidad la que empieza a ser un lujo superfluo, un gasto que eliminar, un excedente […]»