La estafa del Euribor

A veces resulta que las cosas son tan insultantemente fáciles que nos vuelven idiotas. Por ejemplo, el Euribor; pensábamos que era complicadísimo y pulcro en su numeralidad, sacrosanto desde su pauta y su cálculo y he aquí que la simpleza estalla en las portadas de todos los periódicos: la cifra estaba manipulada. Las conversaciones que publica hoy El país entre seis de los grandes bancos que han sido sancionados por falsear el Euribor nos dejan cara de imbéciles (¿Lo bajas? Te devolveré el favor; ¿Necesitas algo con el líbor hoy?; Voy a necesitar el líbor mas alto en diciembre). Esto que acabas de leer no son extractos del guión de los soprano; son tipos trajeados que estudiaron en las universidades más caras del mundo. Son la élite. Mientras ellos jugaban a repartirse el monopoly de la economía yo veía resignado cómo mi hipoteca duplicaba su cuota. Pagué durante dos o tres años una cuota de miltrescientos euros por un piso de segunda mano (ochenta metros cuadrados, tercero sin ascensor, a cuarenta kilómetros de la capital). Prefiero no saber cómo son las casas de estos tipos que modulan el precio de nuestro bienestar corriendo la coma a la derecha. Aún sigo pagando mi hipoteca, la cuota está ahora en casi la mitad de lo que estuvo.

La cuestión es tan simple que resulta vergonzoso reconocer que uno ha sido engañado: dieciocho millones de españoles tenemos una hipoteca a tipo variable en la que la cuota queda deducida en base a un índice llamado “Euribor”. Bien, este índice no es más que una media porcentual del precio al que los bancos se prestan el dinero. El cálculo de esta media es complicadísimo, tan complicado que nadie lo conoce. Tan complicado que basta con que alguien lo invente, lo modifique, lo altere. Tan complicado que ni siquiera aquella agencia que se encarga de publicar el numerito es capaz de entregarle a una jueza española la cuenta exacta: mirad esto.

Entre la postura intervencionista y la liberal nos encontramos la población civil haciendo equilibrios sobre cuerdas falsas. La libertad de mercado, tan valorada por los sectores más reaccionarios de este país, nos escupe su verdad: siempre hay alguien detrás componiendo las reglas del juego. Resultaba paranoico aceptar teorías conspiratorias y apocalípticas, ahora parece que ser un imbécil era negar toda acusación simplista: nos están engañando, ¿no lo ves? Dentro de muy poco tiempo descubriremos que el hombre no ha llegado a la Luna y que todo lo que está grabado ha sido fruto de dos factores que se anulan: la genialidad y la estupidez. Ellos son geniales, nosotros estúpidos.

La multa impuesta a estos seis grandes bancos que han falseado las cuentas de nuestras hipotecas asciende a mil setecientos cincuenta millones de euros. ¿Qué cantidad de dinero habrán ganado estas entidades gracias a la desviación meticulosa del índice? Nos acercamos a cifras desconocidas hasta ahora, vamos tanteando al monstruo pero todos sabemos que el verdadero terror es aquel que no se conoce, que no se puede tocar. Ayer escuché en un programa de radio las explicaciones de un experto: las cifras es posible que ni siquiera las conozcan los propios bancos, estamos hablando de cifras que rondan el PIB mundial­, dijo. Aviso para el que me acuse de paranoico: no lo he soñado. Las magnitudes de lo sucedido apuntan a un hecho que empieza a bocetarse entre las ruinas de la crisis: el mundo es una gigantesca mentira construida para que unos pocos gocen de poder, riqueza y prestigio. Es una afirmación muy simple, tan simple que resulta vergonzosa.

Brecha social

Cáritas ha hecho público un informe de la Fundación FOESSA en el que se advierte de los niveles de desigualdad en España, los más altos de la Unión Europea. Encontramos frases como esta en el informe: “existe un riesgo notable de que el ensanchamiento de las diferencias de renta entre los hogares españoles se enquiste en la estructura social.”; o como esta: “procesos de dualización social como este conllevan riesgo real de ruptura, lo que significa que el no dotarnos de los mecanismos redistributivos necesarios supone empujarnos a la fragmentación social”.

La libertad, esa quimera que pasa desapercibida cuando la tienes y resulta insoportable en su carencia, le ha ganado la batalla a la igualdad. Los franceses se hicieron un lío con su tríada revolucionaria (libertad, igualdad y propiedad). En un mundo dominado por la propiedad privada la libertad es un sueño acechado por los fantasmas de la usurpación; la igualdad no tiene cabida cuando el coche de tu vecino tira más y consume menos o cuando al hijo de tu jefe le regalan por su cumpleaños tu puesto. En un mundo dominado por la diferenciación la igualdad es una rareza. Nos pasamos media vida tratando de identificarnos mediante lo que nos hace diferentes al resto; cuando creemos que ya tenemos una personalidad construida descubrimos que la cosa era mucho más sencilla y no requería tanto celo: basta con tratar de pensar de otro modo, basta con no admitir el discurso dominante, basta con buscar la diferencia en todas aquellas cosas que no se pueden tocar, ni pagar. Los pantalones no me hacen diferente, al contrario, igualan mi categoría de consumidor frente a este otro tipo que tiene, también, unos pantalones que nadie tiene.

La obsesión por la libertad, que nos ha llevado a ser esclavos de nosotros mismos, nos empuja a volar más allá de lo humanamente soportable; Ícaro se quemó las alas con el entusiasmo y, mientras agitaba los brazos desnudos ya de pluma, descubrió que todo vuelo está supeditado a las terrenales fuerzas de la gravedad. En España también hemos volado con alas de ladrillo, pesadas pero efectivas para vuelos cortos.

El informe de FOESSA dice además, para poner nerviosos a los seguidores fundamentalistas de la libertad de mercado, que el crecimiento de la renta no garantiza la distribución de la misma, algo que ya sabíamos. Dicho de otro modo: que Amancio Ortega sea uno de los hombres más ricos del mundo no significa que la renta media de los españoles se vea incrementada. Al contrario, desconfiamos de los pudientes porque no logramos concebir que un tipo se enriquezca trabajando. Lo normal es enriquecerse gracias al trabajo de los demás.

La brecha social de la que habla el informe de FOESSA nos recuerda una vieja cantinela, un antiguo conflicto que adopta distintas máscaras pero tiene siempre el mismo fondo: la lucha de clases. La historia es una tensión entre clases dominantes y clases oprimidas. Lo que ha sucedido en los últimos veinte años no deja de ser un enmascaramiento de las clases facilitado por el crédito. El endeudamiento de la clase media creó la ilusión de la igualdad, ahora sabemos que todo era un espejismo. La crisis no es una anomalía, es el perfecto funcionamiento de todo un sistema jerárquico.

La paradoja de la democracia. Chipre para enamorados

 

La democracia ha logrado eximir de toda responsabilidad al ciudadano, basta con dejarle votar cada cuatro años para que el contrato social quede reducido a mera representación y para que todos, bajo el gran paraguas de la indiferencia, nos declaremos apolíticos (la mejor forma de mantener el anonimato). Las dictaduras empujan a la participación, las democracias matan de indiferencia. Nos pensamos libres porque debemos elegir cada cuatro años qué partido nos gobernará, sin embargo, la política ya ha rebasado la cuota de paciencia del ciudadano y cada vez resulta más evidente que el Rey está desnudo, como en aquel cuento de Andersen, y que votar cada cuatro años es una libertad que nadie quiere, como la libertad de gastar un dinero que tampoco nadie tiene. Nos proveen de libertades quiméricas, absurdas, innecesarias, para poder legitimar un discurso que nunca dijo nada, un discurso vacío: Eres libre, no protestes.

Me pregunto quién toma las grandes decisiones y bajo qué circunstancias personales. Las grandes decisiones no las toma el grueso del electorado, las toman personas que salen en las portadas de los periódicos. Estamos pues expuestos al capricho de, por ejemplo, Christine Lagarde, Angela Merkel o los ministros de finanzas de la eurozona. Si cualquiera de ellos ha discutido con su pareja, o ha tenido un mal día con su hijo rebelde, o ha tenido pesadillas, o sufre carencias en el afecto desde la niñez su decisión puede no responder a parámetros estrictamente profesionales. La democracia de las altas esferas está libre de someterse a la legitimación del pueblo, que ya hizo su parte depositando una papeleta en una urna; en ese momento decidió que otro tomara las grandes decisiones. Dejar en manos ajenas los asuntos propios responde al mismo principio que creó el mando a distancia o el teléfono móvil.

Toda esta diatriba contra la democracia y el civismo me vienen ahora a la cabeza mientras Chipre se hunde, o mejor, mientras asistimos a la representación del hundimiento de Chipre. Parece que después del euro nos aguarda el abismo, la nada, el empobrecimiento mas absoluto. El euro se ha convertido en imprescindible, como lo fue el oro, la peseta o los sestercios. Cualquier escenario fuera del euro resulta desconcertante, desconocido y desolador. Pero Chipre sólo lleva cinco años en el euro y puede ser el pequeño laboratorio de la ruina o la emancipación definitiva de Europa y sus propias cadenas. Las medidas que la Troika ha decidido para los ciudadanos chipriotas no traslucen el ideario democrático que enarbolan los burócratas europeos. No creo que ningún ciudadano de Chipre esté por la labor de entregar parte de sus ahorros para pagar la cuenta del festín que nunca probó; no sé si al eurogrupo le parecerá caprichoso pero, a nadie le gusta pagar una cuenta que no le corresponde. Así las cosas, Chipre es hoy el destino perfecto para los enamorados, aquellos que no salen del hotel y que llevan la maleta ligerita de ropa, mucho cash en efectivo para comprar rosas y condones, y un plazo mas bien escaso de tiempo que gastar; todo muy apretado y muy intenso, para que pasen tres noches como si fueran tres años.

La Bolsa de los dioses

Wall Street vuelve a ascender a los cielos de las estadísticas, esas líneas quebradas de la esquizofrenia bursátil. La bipolaridad de la bolsa nos recuerda que las bondades del capital están sujetas al capricho de la esquizofrenia: la avaricia y la locura barajan las mismas cartas, con idéntica monstruosidad, y reparten sus naipes usados a jugadores habituales. Siempre ganan los mismos: los que juegan.

La bolsa de Nueva York se acerca peligrosamente al máximo histórico que ya alcanzó meses antes del gran estallido, allá por el lejano 2008, lo cual nos lleva a pensar que todo ascenso lleva impreso en su código genético la virulencia de la caída. Si la ascensión es dura, el desplome será catastrófico.

Que no se haya aprendido nada parece ser una consecuencia irrelevante para los asuntos de los hombres: repetimos los mismos errores y nos explicamos mediante Sísifo, así que debemos entender que lo suyo es y será siempre tropezar infinitas veces con la misma piedra, perpetuar el equívoco para perpetuar la especie. La lógica de la bolsa tiene cierto misticismo que coquetea con lo mitológico. Merrill Lynch, Stándar and Poor`s, Dow Jones, Nasdaq, esos son los nombres del nuevo Olimpo.

Pero el relato mitológico siempre guardó grandes distancias con la realidad: en la vida real los héroes carecen de atributos divinos; el poder del héroe en la vida terrenal consiste en administrar su pobreza y su vulnerabilidad con la mayor dignidad posible. Ser un héroe es ser una persona normal, a ser posible honrada, a ser posible carente de todo exceso. Mientras los divinos indicadores de Wall Street ascienden al Olimpo del capital, los mortales vemos alargarse la distancia que media ente el vacío de la cuenta corriente y el día de cobro. Cada vez nos cuesta más llegar a fin de mes, no vemos relación alguna entre la fiesta de la bolsa y nuestro velatorio cotidiano.

Nos han obligado a mirar hacia las américas como si en ese gesto estuviera cifrado todo el entramado que puede explicar nuestra ruina, pero parece que ningún indicador va a venir a salvarnos, parece que la prima de riesgo sólo facilitaba una coartada para ejecutar órdenes de desahucio y primorosos recortes en los estamentos públicos, parece que las cifras sólo pueden disfrutarlas un puñado de dioses que apuestan en el Olimpo de los deseos jugándose un dinero que no tiene dueño.

Esperemos que la recuperación económica sea una cuestión paulatina, que este post esté equivocado (como casi siempre) y el repunte de las bolsas nos traiga finalmente y como una lluvia precisa y esperada los billetes. Los mortales acostumbramos a vivir de lo que les sobra a los dioses; lo que termina por alcanzarnos suelen ser las sobras de un banquete, el descarte de la peor jugada, la limosna de la mano invisible que reparte los excedentes con ecuanimidad y elegancia.

Tony Judt, algo va mal

Construir una autopista, una red de ferrocarril, o un aeropuerto, es algo que nadie puede hacer con el único concurso de su sola voluntad; se necesitan muchas otras voluntades para llevar a cabo ciertas empresas. La enfermedad del individuo nos ha convertido en superhombres y nos ha inoculado el veneno de creer que todo es posible: amigos, no todo es posible. Para construir una autopista hace falta algo más que la voluntad de un individuo. Hace falta, para empezar, que muchos se pongan de acuerdo y alguien les escriba un contrato infame o amable, y lo firmen supuestamente en ausencia de coacción, esto es, en libertad. En esta mega máquina que hacemos andar cada día nadie firma un contrato porque le apetezca, lo hace para ganar dinero. Las huestes liberales se empeñan en afirmar que aquí todos trabajamos bajo la inocencia de la libre elección, lo cierto es que nadie elige libremente ganar una mierda de salario, nadie elige generar 1000 y cobrar 10. Quizá la elección sería más justa, más libre, más real, si el que generase 1000 ganara 1000, o si la empresa que genera 1000 reparte entre todos sus trabajadores (y no solo entre la cúpula directiva), los 1000.

Tony Judt escribió hace unos años un pequeño ensayo acerca de la situación mundial (nada menos) y sus causas; lo tituló “Algo va mal”, en España lo editó Taurus, esa editorial de cosas serias, imprescindibles y que hay que leer varias veces para comprender. El historiador inglés denuncia en su libro la moral que impera en la política desde los años setenta; mejor aún, denuncia la falta de moral que aqueja a la política desde los años setenta. Pero lo que más me ha llamado la atención es esa tensión, esa dualidad y esa lucha constante entre lo público y lo privado, entre la sociedad y el individuo.

Eliminar el concepto de sociedad, o de clase social, es el primer paso para tratar de convencernos de la grandeza del individuo: si la sociedad no existe entonces estás solo; pero no temas, cualquier individuo es capaz de lograr todo aquello que se proponga. Margaret Thatcher llevó este principio hasta límites sonrojantes cuando afirmó aquello de “la sociedad no existe, solo existen los individuos y las familias”.

La injerencia del Estado en el modo de vida de la clase media creó un rechazo hacia la socialdemocracia, al llamado estado del bienestar, que Tony Judt explica magistralmente. Ese desencanto encontró su válvula de escape mediante la entronización del individuo, mediante el culto al yo. El individuo encontró en su sobrestimación una salida a la uniformidad, al desasosiego de saberse incluido en un grupo del que nadie le había pedido opinión: debía adquirir una vivienda de protección oficial, debía llevar a sus hijos a los colegios públicos, debía contar con un seguro médico. El Estado proveía a sus hijos y sus hijos le arrojaron una pedrada, allá por los últimos sesenta del siglo pasado. Mayo del sesentayocho es la protesta de la clase media frente a la estandarización que el Estado propuso.

Hoy, la crítica de la socialdemocracia pasa por negar la lucha de clases, negar la naturaleza misma de la sociedad, y negar, por supuesto, la tributación progresiva, base de todo lo que después de la Segunda guerra mundial se consiguió en cuanto a libertad cívica. El individuo reacciona contra su propia cosificación, negando los principios de la igualdad: sólo es importante aquello que para mí es importante. De esta forma la salvación no puede venir ya del Estado, el Estado debe alejarse de los asuntos del individuo; así reza el ideario liberal en España. Resulta curioso comprobar cómo las privatizaciones no logran bajar la presión fiscal ni adelgazar el aparato del Estado.

De todo esto habla Tony Judt en su magnífico libro; leerlo es confirmarse uno en sus intuiciones. Frente a la esquizofrenia de buscar un beneficio en todo, de plantearlo todo en términos económicos, vale la pena volver a pensar el mundo como un lugar donde la organización social puede ser posible, un lugar en el que contar con el otro sea la solución y no el problema.