El fin de los viajes

Con el fin de los viajes y los viajeros el mundo se ha convertido en una máquina de implacable aburrimiento, ya no queda un mínimo rincón inexplorado que nos invite a salir corriendo para escondernos del jefe y la rutina. Antes el mundo brindaba la ocasión del descubrimiento, ahora nos golpea con su precisión resabiada: todo está expuesto.

El lugar de los grandes viajes lo ocupan hoy las vacaciones desapasionadas, o en todo caso, en el caso más intrépido, la inmigración obligada de los ingenieros y los arquitectos y los científicos y los lumbreras, que viajan para ver si su inteligencia está por encima de las fronteras. Conocer nos ha hecho más aburridos y escribir el relato del aburrimiento es nuestra cuenta pendiente con la historia, todas las generaciones tienen una cuenta pendiente con su futuro, pero no lo saben o se dan cuenta de ello demasiado tarde.

Las vacaciones rubrican la perentoriedad del ámbito laboral, la supremacía del trabajo en lo social por encima de toda inventiva y toda iniciativa que no signifique ganar dinero, de hecho, las vacaciones sirven para que otros ganen dinero mientras pensamos que somos muy afortunados por pasar quince días en una playa acosados por el desconcierto. La lógica del dinero ha atomizado absolutamente todas las realidades; las vacaciones de verano, con su absurda disciplina, fortalecen el orden para el que fueron creadas, no son una vía escape, son la constatación de un orden.

Creernos viajeros por quince días es equivalente a creernos Maradona por jugar a la pelota con nuestro hijo en el parque. Las vacaciones son otra cosa y mientras escribo este post me doy cuenta de que la equivalencia entre viajar e irse de vacaciones es a todas luces equivocada. Mientras que las vacaciones han de ser por definición tristes (algo así como el plato que se le permite elegir al condenado a muerte la noche anterior a su ejecución), los viajes debieron ser una fiesta para los sentidos, una orgía perpetua.

Pienso en los grandes escritores de viajes (Chatwin, Theroux) que sintieron también ese desapasionamiento del mundo, esa certeza derrotada de que el mundo es una realidad demasiado conocida y la perplejidad no puede encontrar anclajes donde resistir. Estamos abocados a una constante desilusión. Tampoco los viajes, entonces. Tampoco viajar. Chatwin y Theroux viajan por un mundo que ya responde al orden del trabajo, su literatura es el testimonio de un desencuentro. A su modo, Chatwin y Theroux, y otros muchos escritores de viajes, cantan con melancolía a los grandes viajeros, y saben que esa estirpe no volverá a pisar la Tierra.

La sociedad de consumo ha conseguido transformar cualquier cosa en mercancía. Las vacaciones se venden en paquetes que simbolizan la euforia, el bienestar, la dispersión, pero que dan luego en via muerta porque nos miramos en el espejo y no vemos reflejada la cara del folleto que nos vendieron en la agencia. Tampoco cuando tratamos de ser originales e ir por nuestra cuenta, porque estamos demasiado acostumbrados al rebaño y a solas nos vemos mucho más pequeños, mucho más inofensivos, mucho más egoístas.

Viajeros fueron, por ejemplo, Marco Polo, Colón y Cabeza de Vaca. Hoy llamamos viajar a alquilar una casa de lujo en los pies de un fiordo en Noruega, o a pasar quince días en Nueva York, o en Benidorm, o en Cádiz, o dar la vuelta al mundo durante seis meses. A todo ese trámite entre la salida y la vuelta lo llamamos viaje. Es decir que, en puridad, el viaje primero se realiza en nuestra cabeza y luego, engorrosamente, lo llevamos a cabo. En nuestra cabeza el viaje es perfecto y nos depara incluso sorpresas agradables; de facto, el viaje es un coñazo de niños hambrientos e impacientes y caravanas donde descubrimos que todos somos iguales, que no hay escapatoria.

Las reformas de Wert

El polémico discurso de Wert tratando de explicar los recortes en las becas resulta insultante, pero explica a la perfección el ideario político del Partido Popular y a gran parte de los feligreses del liberalismo económico. La cosa es bien sencilla: si usted saca un 3 pero tiene un tejido social aquilatado de meriendas y fiestas de puesta de largo en el barrio de Salamanca y en La Moraleja no hay problema; si usted saca un 6,4 y se relaciona con expresidiarios, alcohólicos, parados, vagabundos, marginados, o incluso, en un alarde de extravagancia, usted se relaciona con gente normal, tendrá que dejar los estudios y dedicarse a poner copas en algún garito de moda; garito, por cierto, donde irán los niños de papá a gastar el dinero de papá.

El recorrido está muy claro y no admite dudas: se trata de encarecer la universidad para llenarla de gente pudiente. No hay mejor filtro que el filtro económico, visto que hemos gastado lo que no teníamos, que gasten ahora los que tienen. Nada como el dinero para que todo parezca que se ordena felizmente.

El ministro propone una trampa en la concesión de becas, y en lugar de atender a razones puramente económicas apunta a cuestiones curriculares: me parece muy bien, yo iría más allá. Si, por poner un ejemplo tonto, el hijo de Aznar o el hijo de Rajoy o el hijo de Wert, no superan una nota de corte (pongamos un 6,5) que dejen paso a quien si la supere. El problema es que los hijos de los prohombres no se atienen a las mismas reglas, de hecho pagan para que las reglas sean otras. La gran hipocresía del sistema consiste en establecer reglas para que otros jueguen. No quiero saber si el ministro Wert superaría una prueba objetiva que nos demostrara sus conocimientos en gestión educativa.

La obsesiva lucha por la libertad económica que se empeñan en abanderar los populares se está convirtiendo en un delirio muy parecido al descrito por Gibbon en La caída del imperio romano. Parece que no se trata de defender la libertad económica, más bien se trata de garantizar que aquellos que pueden responder sin el apoyo del estado queden excluídos de la responsabilidad de la crisis. La crisis, para quien todavía no se ha enterado, es un estado de las cosas, una química del alma, una cohartada.

Los Estados modernos, occidentales, democráticos y aburridos, proponen una utopía: que cualquier ciudadano pueda acceder de forma aparentemente gratuita a una educación y una sanidad de calidad. Este principio se apoya en un recurso indispensable: los impuestos. Sin impuestos no hay Estado. La gran pirueta consiste en comprender que, puesto que yo pago impuestos, yo soy el Estado. El Partido Popular, por boca de insignes dirigentes y exdirigentes, deja bien claro que su lucha es una lucha contra los impuestos y, por lo tanto, contra el Estado. El Estado es el conjunto de ciudadanos pero en la ceguera del liberalismo la entidad común no tiene peso, es un gas que a veces se inflama y hay que apagar. Lo único ponderable es el individuo. Teniendo presente esta idea, ningún ministro que abogue por la libertad económica apostará por una educación que pretenda eliminar las diferencias.

Cantan pájaros

He pasado cuatro semanas agazapado, esperando mi momento como el delantero bisoño espera en el banquillo, con una mezcla de deseo y miedo sin saber si realmente quiere salir a pelear o quedarse eternamente corriendo por la banda. Yo no tengo claro si estoy peleando o corriendo cuando escribo en este blog.

Me han animado a escribir los ingleses por un lado y los franceses por otro. Creíamos que la corrupción era un asunto oriundo de la península ibérica y resulta que los hombres más poderosos del planeta también saben hacer chapuzas a la española: los ingleses espiaron en el año 2009 a los delegados de las cumbres del G-20, lo hicieron construyendo un decorado de cartón piedra, cibercafés de palo donde las cosas electrónicas pasaban el visto bueno de la inteligencia británica, así cualquiera negocia. Los franceses, por su parte, se destapan como apasionados del amiguismo; me encanta ver cómo otros sucumben a las modas españolas. Estoy a tu lado para servirte. Utilízame: No es la frase de una película de Almodóvar, es Christine Lagarde dirigiéndose a Sarkozy.

El mundo parece en estado de ebullición y aunque no creo en los cambios repentinos si creo que algo va poco a poco moviéndose, poco a poco ensayando algo parecido a un bostezo. Brasil clama por unos servicios sociales equivalentes a los que disfrutamos en este lado del atlántico, cosa llamativa cuando vemos que el estado del bienestar es insostenible según algunos. Lo suyo es apostar por el bienestar del Estado: entonces sí.

Pienso mucho últimamente en el canto de ciertos pájaros, ignoro por completo de qué especie se trata, si golondrinas, palomas, gorriones o vencejos, lo cierto es que el sonido, al atardecer, cuando el Sol bascula a otras latitudes, me resulta especialmente grato. Oímos el canto de los pajaritos y nos parece que todo está en orden y es hermoso y que hay salvación y que el mundo tiene remedio, basta con escuchar esos silbidos caóticos y melodiosos. Pero resulta que la verdad es distinta: los pájaros no cantan para aquilatar la belleza, es otro su cometido: cantan porque pelean o porque se amenazan o porque tratan de cortejarse, no cantan para hacernos felices; lo extraño es que su canto represente cierta paz. En el mundo de los hombres sucede algo parecido: toda apariencia nos remite a ideas equivocadas. La seriedad que recubre la parafernalia del poder nos hace pensar que quien se monta en el coche oficial, quien se hace la foto que aparece en prensa, quien ostenta un cargo importante es siempre alguien preparado, alguien honrado, alguien que peleará por los más débiles y hará cumplir la ley en beneficio del desprotegido. A su modo, los poderosos cantan como algunas aves, su sonido es el protocolo de corbata que todos vemos, pero la realidad es otra: se espían entre ellos, se envían mensajes apasionados, se odian y se desean mientras se sonríen en un apretón de manos o en una firma que nunca se cumplirá.

Estos hechos, junto con el desorden social que ha provocado también en Francia e Inglaterra la legalización del matrimonio homosexual, me llevan a pensar que aquí, en España, somos muy dados a la autocrítica, nos gusta meternos mucho con nosotros mismos, no somos nada chovinistas. Me imagino qué clase de comentarios haríamos en los bares si a raíz de la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo hubiéramos salido a la calle para protestar por ello. Al final va a resultar que Europa termina en los Pirineos y empieza en el Peñón de Gibraltar.