Herbert Marcuse; Eros y Civilización

Leemos ensayos para encontrar en ellos lo que ya sabemos, para decirnos a nosotros mismos: ¿ves?, te lo dije; para darnos la razón, pero nunca para confrontar nuestras certezas con certezas ajenas. Nunca para contradecirnos. Así, lo que yo buscaba en Eros y Civilización era un ataque al mundo del trabajo, a la organización social, a la industrialización del individuo. Somos una multitud de voces habitando un solo cuerpo y esta frase de Freud me parece una de las más acertadas del siglo XX: “Empiezo a creer que todo acto sexual es un proceso en el que participan cuatro personas”. Freud configuró el individuo del siglo XX y todo lo que ha venido después es una reinterpretación de su imaginario. El siglo XX sin Freud es un monólogo interior ininteligible, Freud enciende las luces del inconsciente y pone verbo a todo lo que sentimos. Encontrar la palabra precisa es la arqueología que desentierra las fauces del animal dormido: siempre estuvo ahí y nadie se atrevió a desperezarle no fuera a mordernos con su verdad oculta. Freud lo despierta y trata de domesticarlo.

En realidad he leído Eros y Civilización por el sustantivo primero, esa palabra sencilla de dos sílabas que balancea en la lengua y termina poniendo morritos de Jagger al finalizar: EROS. Que la Civilización esté guiada por Eros puede ser una idea mítica, inocente, brutal o conmovedora; que sea Tánatos el guía resulta ya mucho más honesto: la muerte como vuelta a la nada de la que venimos, esto es, regresar al Nirvana que abandonamos al nacer. Entre Eros y Tánatos Marcuse, apoyándose siempre en Freud, nos habla del principio de realidad y del principio del placer, también del principio de actuación. Resumiendo el significado de los tres: el primero es represivo, el segundo es natural, el tercero es una respuesta que sirve de pivote entre el primero y el segundo. El hombre tiene deseos sexuales (principio del placer) y para dominarlos y construir de esta forma una civilización el hombre debe reprimirlos (principio de realidad), para que la libido no sea destruida por completo y el deseo no decaiga el hombre debe postergar la gratificación, el placer, y lo hace trabajando (principio de actuación). Amigos: trabajamos para poder follar con la conciencia tranquila. Si uno folla sin haber trabajado antes tendrá la sensación de estar traicionando a la especie.

Muy acertada la distinción entre labor y trabajo y muy acertado también el recorrido que hace Marcuse para llevarnos del pecado original a la culpa del hombre moderno, algo en lo que me gustaría detenerme. Según Marcuse “Freud atribuye al sentido de culpa un papel decisivo en el desarrollo de la civilización; más aún, establece una correlación entre el progreso y el aumento del sentido de culpa”, al leer este fragmento he pensado cómo opera hoy en día esa culpabilidad, encarnada en posiciones ecologistas. Consumimos tecnologías efímeras, teléfonos móviles, portátiles, tablets, etcétera, al tiempo que pensamos que los recursos se agotan, todo acto de consumo viene impugnado por su correspondiente malestar, la culpa. Se me ocurre ahora que las posiciones de izquierdas encarnan a la culpabilidad y las posiciones de derechas encarnan a la impunidad.

Otra frase para enmarcar: “Si la ausencia de represión es el arquetipo de la libertad, la civilización es entonces la lucha contra esta libertad”. Marcuse (y Freud) afirma que la historia de la humanidad se ha ido construyendo sobre los cimientos de la represión del principio del placer, de tal forma que al hombre se le ha llevado por los cauces de la dominación y la supuesta escasez para controlar unos instintos que de lo contrario provocarían la barbarie. Aquí es donde llegamos al corazón del ensayo, porque Marcuse se atreve a llevarle la contraria a Freud. Mirad esto: “[…] La automatización amenaza con hacer posible la inversión de la relación entre el tiempo libre y el tiempo de trabajo, sobre la que descansa la civilización establecida, creando la posibilidad de que el tiempo de trabajo llegue a ser marginal y el tiempo libre llegue a ser tiempo completo. El resultado sería una radical tergiversación de valores y un modo de vivir incompatible con la cultura tradicional. La sociedad industrial avanzada está en permanente movilización contra esta posibilidad”. Si para Freud la ausencia de represión supondría el advenimiento del caos, Marcuse, apoyándose en el desarrollo de lo erótico, la sublimación y el mundo laboral (ojo, que el ensayo fue escrito en los años cincuenta del siglo pasado), desemboca en la esperanza: propone una sublimación no represiva de los impulsos sexuales. Para llegar a esto nos separan las páginas más áridas del ensayo, aquellas en las que Marcuse explica teorías estéticas y trata de entroncar su discurso con el discurso clásico de la filosofía occidental. El desierto merece la pena y el capítulo final “Eros y Tánatos” es un canto utópico como pocos, nada naif y nada inocente sin embargo, cosa que se agradece en estos tiempos extraños. El principio de ese capítulo es un buen corolario de todo el libro: “Bajo condiciones no represivas, la sexualidad tiende a «convertirse en Eros», esto es, tiende hacia  la autosublimación en relaciones duraderas y en expansión (incluyendo las relaciones de trabajo) que sirven para intensificar y aumentar la gratificación instintiva”.

Tony Judt, algo va mal

Construir una autopista, una red de ferrocarril, o un aeropuerto, es algo que nadie puede hacer con el único concurso de su sola voluntad; se necesitan muchas otras voluntades para llevar a cabo ciertas empresas. La enfermedad del individuo nos ha convertido en superhombres y nos ha inoculado el veneno de creer que todo es posible: amigos, no todo es posible. Para construir una autopista hace falta algo más que la voluntad de un individuo. Hace falta, para empezar, que muchos se pongan de acuerdo y alguien les escriba un contrato infame o amable, y lo firmen supuestamente en ausencia de coacción, esto es, en libertad. En esta mega máquina que hacemos andar cada día nadie firma un contrato porque le apetezca, lo hace para ganar dinero. Las huestes liberales se empeñan en afirmar que aquí todos trabajamos bajo la inocencia de la libre elección, lo cierto es que nadie elige libremente ganar una mierda de salario, nadie elige generar 1000 y cobrar 10. Quizá la elección sería más justa, más libre, más real, si el que generase 1000 ganara 1000, o si la empresa que genera 1000 reparte entre todos sus trabajadores (y no solo entre la cúpula directiva), los 1000.

Tony Judt escribió hace unos años un pequeño ensayo acerca de la situación mundial (nada menos) y sus causas; lo tituló “Algo va mal”, en España lo editó Taurus, esa editorial de cosas serias, imprescindibles y que hay que leer varias veces para comprender. El historiador inglés denuncia en su libro la moral que impera en la política desde los años setenta; mejor aún, denuncia la falta de moral que aqueja a la política desde los años setenta. Pero lo que más me ha llamado la atención es esa tensión, esa dualidad y esa lucha constante entre lo público y lo privado, entre la sociedad y el individuo.

Eliminar el concepto de sociedad, o de clase social, es el primer paso para tratar de convencernos de la grandeza del individuo: si la sociedad no existe entonces estás solo; pero no temas, cualquier individuo es capaz de lograr todo aquello que se proponga. Margaret Thatcher llevó este principio hasta límites sonrojantes cuando afirmó aquello de “la sociedad no existe, solo existen los individuos y las familias”.

La injerencia del Estado en el modo de vida de la clase media creó un rechazo hacia la socialdemocracia, al llamado estado del bienestar, que Tony Judt explica magistralmente. Ese desencanto encontró su válvula de escape mediante la entronización del individuo, mediante el culto al yo. El individuo encontró en su sobrestimación una salida a la uniformidad, al desasosiego de saberse incluido en un grupo del que nadie le había pedido opinión: debía adquirir una vivienda de protección oficial, debía llevar a sus hijos a los colegios públicos, debía contar con un seguro médico. El Estado proveía a sus hijos y sus hijos le arrojaron una pedrada, allá por los últimos sesenta del siglo pasado. Mayo del sesentayocho es la protesta de la clase media frente a la estandarización que el Estado propuso.

Hoy, la crítica de la socialdemocracia pasa por negar la lucha de clases, negar la naturaleza misma de la sociedad, y negar, por supuesto, la tributación progresiva, base de todo lo que después de la Segunda guerra mundial se consiguió en cuanto a libertad cívica. El individuo reacciona contra su propia cosificación, negando los principios de la igualdad: sólo es importante aquello que para mí es importante. De esta forma la salvación no puede venir ya del Estado, el Estado debe alejarse de los asuntos del individuo; así reza el ideario liberal en España. Resulta curioso comprobar cómo las privatizaciones no logran bajar la presión fiscal ni adelgazar el aparato del Estado.

De todo esto habla Tony Judt en su magnífico libro; leerlo es confirmarse uno en sus intuiciones. Frente a la esquizofrenia de buscar un beneficio en todo, de plantearlo todo en términos económicos, vale la pena volver a pensar el mundo como un lugar donde la organización social puede ser posible, un lugar en el que contar con el otro sea la solución y no el problema.