Leemos ensayos para encontrar en ellos lo que ya sabemos, para decirnos a nosotros mismos: ¿ves?, te lo dije; para darnos la razón, pero nunca para confrontar nuestras certezas con certezas ajenas. Nunca para contradecirnos. Así, lo que yo buscaba en Eros y Civilización era un ataque al mundo del trabajo, a la organización social, a la industrialización del individuo. Somos una multitud de voces habitando un solo cuerpo y esta frase de Freud me parece una de las más acertadas del siglo XX: “Empiezo a creer que todo acto sexual es un proceso en el que participan cuatro personas”. Freud configuró el individuo del siglo XX y todo lo que ha venido después es una reinterpretación de su imaginario. El siglo XX sin Freud es un monólogo interior ininteligible, Freud enciende las luces del inconsciente y pone verbo a todo lo que sentimos. Encontrar la palabra precisa es la arqueología que desentierra las fauces del animal dormido: siempre estuvo ahí y nadie se atrevió a desperezarle no fuera a mordernos con su verdad oculta. Freud lo despierta y trata de domesticarlo.
En realidad he leído Eros y Civilización por el sustantivo primero, esa palabra sencilla de dos sílabas que balancea en la lengua y termina poniendo morritos de Jagger al finalizar: EROS. Que la Civilización esté guiada por Eros puede ser una idea mítica, inocente, brutal o conmovedora; que sea Tánatos el guía resulta ya mucho más honesto: la muerte como vuelta a la nada de la que venimos, esto es, regresar al Nirvana que abandonamos al nacer. Entre Eros y Tánatos Marcuse, apoyándose siempre en Freud, nos habla del principio de realidad y del principio del placer, también del principio de actuación. Resumiendo el significado de los tres: el primero es represivo, el segundo es natural, el tercero es una respuesta que sirve de pivote entre el primero y el segundo. El hombre tiene deseos sexuales (principio del placer) y para dominarlos y construir de esta forma una civilización el hombre debe reprimirlos (principio de realidad), para que la libido no sea destruida por completo y el deseo no decaiga el hombre debe postergar la gratificación, el placer, y lo hace trabajando (principio de actuación). Amigos: trabajamos para poder follar con la conciencia tranquila. Si uno folla sin haber trabajado antes tendrá la sensación de estar traicionando a la especie.
Muy acertada la distinción entre labor y trabajo y muy acertado también el recorrido que hace Marcuse para llevarnos del pecado original a la culpa del hombre moderno, algo en lo que me gustaría detenerme. Según Marcuse “Freud atribuye al sentido de culpa un papel decisivo en el desarrollo de la civilización; más aún, establece una correlación entre el progreso y el aumento del sentido de culpa”, al leer este fragmento he pensado cómo opera hoy en día esa culpabilidad, encarnada en posiciones ecologistas. Consumimos tecnologías efímeras, teléfonos móviles, portátiles, tablets, etcétera, al tiempo que pensamos que los recursos se agotan, todo acto de consumo viene impugnado por su correspondiente malestar, la culpa. Se me ocurre ahora que las posiciones de izquierdas encarnan a la culpabilidad y las posiciones de derechas encarnan a la impunidad.
Otra frase para enmarcar: “Si la ausencia de represión es el arquetipo de la libertad, la civilización es entonces la lucha contra esta libertad”. Marcuse (y Freud) afirma que la historia de la humanidad se ha ido construyendo sobre los cimientos de la represión del principio del placer, de tal forma que al hombre se le ha llevado por los cauces de la dominación y la supuesta escasez para controlar unos instintos que de lo contrario provocarían la barbarie. Aquí es donde llegamos al corazón del ensayo, porque Marcuse se atreve a llevarle la contraria a Freud. Mirad esto: “[…] La automatización amenaza con hacer posible la inversión de la relación entre el tiempo libre y el tiempo de trabajo, sobre la que descansa la civilización establecida, creando la posibilidad de que el tiempo de trabajo llegue a ser marginal y el tiempo libre llegue a ser tiempo completo. El resultado sería una radical tergiversación de valores y un modo de vivir incompatible con la cultura tradicional. La sociedad industrial avanzada está en permanente movilización contra esta posibilidad”. Si para Freud la ausencia de represión supondría el advenimiento del caos, Marcuse, apoyándose en el desarrollo de lo erótico, la sublimación y el mundo laboral (ojo, que el ensayo fue escrito en los años cincuenta del siglo pasado), desemboca en la esperanza: propone una sublimación no represiva de los impulsos sexuales. Para llegar a esto nos separan las páginas más áridas del ensayo, aquellas en las que Marcuse explica teorías estéticas y trata de entroncar su discurso con el discurso clásico de la filosofía occidental. El desierto merece la pena y el capítulo final “Eros y Tánatos” es un canto utópico como pocos, nada naif y nada inocente sin embargo, cosa que se agradece en estos tiempos extraños. El principio de ese capítulo es un buen corolario de todo el libro: “Bajo condiciones no represivas, la sexualidad tiende a «convertirse en Eros», esto es, tiende hacia la autosublimación en relaciones duraderas y en expansión (incluyendo las relaciones de trabajo) que sirven para intensificar y aumentar la gratificación instintiva”.