Natalidad y trabajo

La presidenta del círculo de empresarios y algún concejal del partido popular van a arreglar el problema de este país: somos demasiados y es peligroso tener hijos. Tan peligroso que te pueden despedir o, peor aún, nunca llegar a contratar (si eres mujer, claro). Ambos personajes supeditan la atención de los niños al sacrosanto trabajo. La verdad, me gustaría saber qué relación tienen con sus padres tanto Mónica de Oriol como Ángel Donesteve; no ya con sus hijos (supongo que ninguno de los dos tendrá descendencia conocida) sino con aquellos que les aguantaron a ellos cuando no sabían andar.

Tratar de vender el trabajo como una bendición es el mejor mecanismo para afianzar el poder de quien recibe el mayor beneficio del esfuerzo ajeno. Así lo demuestran las encuestas: el paro se sitúa como una de las grandes preocupaciones de los españoles. Resulta delirante que la mayor preocupación de un ciudadano medio sea aquello que luego le dará más frustración. Pero la condición humana es contradictoria: necesitamos amar y odiar en la misma medida, a la misma cosa.

La enfermiza idea del crecimiento por encima de cualquier otro aspecto nos conduce a una realidad esquizofrénica, no en vano Deleuze tituló su obra magna “Capitalismo y esquizofrenia”; yo creo que las ansias de eternidad del hombre (un ser finito y limitado por naturaleza) se focalizaban antes en la religión y la cultura y ahora se han desplazado hasta llegar a lo más prosaico de la realidad humana: las cosas, el entramado de lo económico, esto es, el hombre trata de alcanzar cierta idea de eternidad mediante la idea del crecimiento económico. Si la zona euro se para, viene el coco. Pero resulta que el coco está aquí al lado, en África, y hace muchos años que viene llamando a la puerta de los hogares pretendidamente acomodados.

La protección de los menores parecía un logro que atesorábamos los europeítos, con reducción de jornada y derechos universales del niño, pero he aquí que dos personajes deciden saltar por encima del derecho constitucional y esgrimir el trabajo como piedra roseta de un mundo en el que sólo pueden creer aquellos que nacieron en la familia adecuada. No nos equivoquemos, nadie se hace rico trabajando, al contrario, hacemos siempre ricos a otros; nadie dignifica su vida o la hace más virtuosa por fichar durante cuarenta años puntual y ojeroso, al contrario, dignificaría su vida si prendiera fuego al cacharro que mide el tiempo que pasó ahí. Por decir este tipo de cosas a uno le pueden llamar reaccionario, antiguo, etcétera. A mi me encanta tener cierto aire de pasado de moda, de no estar en el tiempo que me ha tocado vivir.

Que sea más importante terminar un documento infame que pasar la tarde con los hijos nos da la catadura moral de la gente que está arriba, la que dirige este país. Lo que sucede realmente es que algunos tuvieron hijos y ahora no saben qué hacer con ellos, mucho mejor llegar tarde a casa de la oficina que enfrentarse con el desconcierto de un niño de cuatro años que a su vez no entiende por qué papá y mamá pasan tan poco tiempo en casa. O mejor aún, que los cuide la chacha.

Ébola

            Mientras la felicidad iba ensayando su postura en los años de la infancia, en la tele aparecía siempre algún negrito desnutrido que mamá nos señalaba para que comiéramos bien. Mira, decía, esos pobres niños no tienen nada para comer. África fue durante la infancia la geografía de la culpa. Debíamos comer por todos aquellos niños que no comían, si comíamos mal nos miraban los niños hambrientos desde la distancia imposible del televisor; estaban ahí, vigilando que nos comiéramos todo, acaso para rebañar lo que dejábamos. Luego, al albur de la adolescencia, África fue tomando posiciones en lo que yo llamaba justicia social. Ya no era un hambre falto de caridad, limosna, etcétera, era un hambre contaminado de odio. Crecimos creyendo que aquellos niños se morían por falta de comida cuando lo que les faltaba no era más que justicia. En un mundo justo aquello no hubiera sucedido nunca, pero a Dios no le gusta la justicia, y el mundo lo creó Dios.

            Con los años he visto cómo África ha ido poco a poco acercándose a las costas europeas, y cómo poco a poco nuestro país se ha ido llenando de senegales y marroquíes que venían a recoger la cosecha o a construir edificios o a vender gafas de sol en la playa. De las imágenes ochenteras del hambre etíope pasamos a la realidad de la inmigración. España nunca fue un país receptor, más bien todo lo contrario: fueron nuestros padres los que buscaron en Alemania un sueldo. España es una nación bisoña en cuanto al fenómeno de la inmigración se refiere, también en muchas otras cuestiones que ahora no vienen al caso. Pensemos que España es un Estado de treinta y seis años.

            Toda epidemia tiene una puesta en abismo que desenmascara la manida condición humana, también una lección que sólo sirve a quien quiera prestar atención. África siempre ha formado parte de una especie de culpabilidad colectiva, un mito que ha venido explicando los excesos de Occidente. Ahora parece que su realidad nos salpica, parece que el Ébola no es solo una cuestión africana que observamos en la tele mientras cenamos. El problema africano se está convirtiendo poco a poco en un problema global, el mundo ya no contiene otros mundos, el mundo es una gigantesca comunidad donde todo está interconectado, y donde las decisiones (incluso el pasado) van urdiendo un entramado en forma de tela de araña de donde ya es imposible escapar.

            En la peste de Albert Camus, la enfermedad se presenta un buen día y desaparece luego, 350 páginas más allá, dejando un reguero de muertos           ; la mecánica de la peste es inexplicable, lo que nos cuenta Camus es cómo los hombres actúan, se responsabilizan o escurren el bulto frente a situaciones extremas, lo que Camus viene a pintarnos es no tanto la peste sino cómo el hombre se enfrenta, comprende o acoge a la peste, es decir, cómo el hombre pasa a ser un agente responsable y no una mera víctima del destino. La cuestión del Ébola no es saber si podremos detenerlo, más bien consiste en desentrañar qué quiere decir que un país europeo sufra aun mínimamente los efectos de una enfermedad devastadora. Todo son señales, solo hay que saber leerlas.

Tarjetas Black

La normalidad depende siempre de una referencia. Nada puede ser tan normal para alguien acostumbrado a ello como gastar 3.000 euros netos al mes; cuando digo gastar quiero decir gastar. No pagar recibos. Lo asombroso de esta tontería que acabo de decir es que aún pensemos que hombre, para mantener ese nivel de vida fulanito necesita ingresar mucho dinero. Nada más voluble que el mal llamado “nivel de vida”. Creo que en algunos casos hablamos de “vida de nivel”. Algunos casos como los 86 directivos de Caja Madrid y cinco de Bankia que gastaron un dinero ilegal a través de una tarjeta que se alimentaba de una cuenta ilegal. Hemos de tener muy clarito siempre que cuando hablamos de dinero negro estamos hablando de un delito. Ojo que aquí estamos todos pringaos. Yo pagaba a la chica que limpiaba en mi casa en dinero negro. Lo siento amigos, nadie es perfecto.

            La noticia no llamaría la atención si no fuera por un detalle en el que (creo) muy pocos habrán reparado: según el diario.es sólo 3 directivos no hicieron uso de esta tarjeta. 3 Héroes, amigos. 3 tíos con los cojones muy bien puestos. O 3 tíos que dijeron, ¿pero esto? Quién demonios son esos 3 tíos que no usaron las tarjetas. Esa debería ser la gran noticia. Señores: hay vida inteligente en la cúpula de Bankia. Pero volvamos al tema de la normalidad que puede dar mucho juego.

            Lo normal es tener un sueldo por encima de los 50.000 euros y tirar de tarjeta de empresa para hacer la compra. Y que lo pague la empresa. Y si la empresa es pública mejor aún, esto es: no es de nadie. Toda esta gentuza que ha utilizado los fondos del banco público creen en la minuciosa libertad de mercado. A todos ellos se les llena la boca de avispas cuando hablan de privatizaciones de sectores estratégicos. No sé si me explico.

            Lo normal.

           Algo que hacen todos, he leído por ahí.

          Yo les pondría a currar a todos de cajeros en un gran supermercado, por ejemplo Carrefour; les pagaría 800 euros al mes y luego les hablaría (fuera de su horario laboral) de la libertad. Les diría que sin libertad económica no puede haber ningún otro tipo de libertad. Les diría que algo vale lo que alguien esté dispuesto a pagar. Les diría que el mercado se regula solo. Luego les bajaría el sueldo, 750 euros. Les subiría la gasolina, el pan, LOS CHUCHES. Luego les diría que han vivido por encima de sus posibilidades (ahora que ganan 750 euros, no antes, cuando ganaban 50.000). No les metería en la cárcel. La cárcel debe ser una marca prestigiosa entre ellos; no hay cárcel que pueda encerrar al poder. Les condenaría a una vida normal. Para que entendieran cuál es la referencia de la inmensa mayoría.

            He vuelto.